El Raval, invierno de 1978. El frío empieza a cobrar sus primeras víctimas en estos lares estériles y monótonos del centro de la gran ciudad de Barcelona. Se vislumbran nuevos aires por este lado del sur de Europa aunque no, precisamente, cercanos a un paraíso digno de historias utópicas por los tiempos que corren. En plena transición española, la gente, silenciosa y acusadora, no distingue entre el mal y el bien aunque así quisiera. El dolor y la alegría se pierden en el gris del cielo pre invernal que anuncia los meses gélidos que, sin piedad, se acercan a este inhóspito y marginado barrio de la gran metrópoli. Es aquí, en pleno ombligo del Raval, entre las calles del Tigre y del León, donde surge la historia de un personaje lúgubre y oscuramente lúdico. Su nombre es Dionisio Pérez. De contextura amorfa y mirada perdida, tiene la sonrisa rota por el mal paso del tiempo. Su andar, escabroso y dantesco, coincide con el enorme peso que carga sobre su débil espalda, es decir, su maltrecha historia. Dionisio es un hombre perturbado y amargado. No tuvo familia ni la tendrá. Tiene cuarenta y ocho años y escasos de ellos a tomar realmente en cuenta. Vive en un rincón, maltrecho y antihigiénico, ubicado en las cloacas de la ciudad a orillas de los bares de la muerte y los prostíbulos
improvisados del barrio. Dionisio, resentido con la humanidad, posee una
enorme malicia aunque sin pólvora que le haga capaz de disparar su ira
contenida. Dionisio no le podría hacer daño a alguien aunque quisiera, motivo
por el cual debe convivir con sus ganas de acabar, definitivamente, con la
horrenda vida que le ha tocado soportar. Dionisio, Dio para los enemigos
porque amigos no tiene, es un alma vagabunda víctima de una vida miserable
desde que tuvo uso de razón. Su niñez fue trágica, su adolescencia fue
frustrante, su adultez limita peligrosamente con la muerte y su destino es
sinónimo de acelerada decadencia. Por la calle todo el mundo le conoce como
el gran desconocido al que nadie querría conocer. Ante la humillación que
recibe a diario, entre miradas, risas y desprecios por parte de la gente, Dio
juega con la ironía y les responde con la más repugnante de sus sonrisas, lo cual
enferma aún más a la gente que desea su pronta desaparición a la llegada de
cada invierno. Durante estos tiempos el Raval es un barrio que convive con
trabajadores de clase social baja, drogadictos, prostitutas y mendigos. La gente
normal ya no vive en el Raval, asegura el párroco de la única iglesia abierta para
mendigos de la zona. Y es aquí donde el Reino de Dionisio tomará lugar muy
pronto porque tan oscura es la vida como caprichoso el destino, un buen día,
porque siempre llega el día en todas las historias, la vida de Dionisio cambiará
para siempre. Son las tres de la madrugada y Dionisio mendiga unos cigarrilos a
la salida del bar Marsella. Dos prostitutas le intentan alejar porque les espanta
a la clientela. Dionisio, ha bebido todo el alcohol que encontró, como migas de
pan mendigan las palomas, en cada barra de bar donde no pudieron expulsarlo
a tiempo. Dionisio baja la cabeza, suspira buscando aliento y, de pronto, ve un
papel enrollado que intenta volar al ritmo del viento. Parece que es tabaco y a
él le urge poder fumar al menos un cigarrillo. De pronto, grande es su
decepción cuando se da cuenta que el papel no es nada más ni menos que un
boleto deteriorado de lotería. Dionisio asienta la cabeza y vuelve a su muladar a
intentar olvidar la noche.
A la mañana siguiente se dispone a ir a la panadería de siempre a intentar que
le regalen un poco de pan pasado. La mujer le pregunta si algún día podrá
pagarle al menos un croissant. Él le responde que lo único que se asemeja al
dinero es el boleto de lotería que se encontró anoche. La mujer le sonríe y le
dice mucha suerte Dionisio, algún día la suerte verás que te sonreirá. Dicho
esto, le despertó la curiosidad por comprobar si aquel boleto de lotería
realmente podría cambiarle al menos un poco la vida. Veinte minutos más
tarde Dionisio Pérez comprueba que es millonario gracias al azar de la lotería
nacional que le regaló la más deseada de las suertes. Dionisio era rico para
mala suerte de la mismísima suerte. Ahora se convertiría en el Rey del Raval, si cabe esa opción, pensó. O quizás podría llevar a cabo sus más profundos deseos que nunca pudo
cumplir. Luego se dio cuenta que nunca tuvo deseos en realidad. El Raval,
plagado de sus trabajadores de bajo nivel, sus prostitutas, sus drogadictos y sus mendigos e, incluso, el párroco que alguna vez le negó el acceso a su iglesia. A
partir de ahora todos podrían comer de su asquerosa mano y, así, él vería
realizada su malicia vengándose de todos aquellos que le despreciaron y que
aún, por ser rico, le desprecian más. Finalmente, Dionisio nunca fue ni será
feliz. No obstante, la venganza es un plato que se come frío y, como el dinero,
es lo que más se asemeja a la felicidad en este mundo tan cruel y despiadado,
pensó. Sin embargo, entendió que ya había cumplido con su rol en este mundo.
Cogió la chaqueta de piel que pudo comprar con sus primeras pesetas. Se arregló como nunca antes lo había hecho. Se fue a
comprar un croissant a la panadería de siempre. Ella, la única persona que se dignó a desearle un poco de suerte, le sonrío y él, con espíritu retributivo, le entregó
una maleta enorme repleta con el dinero que ganó. La mujer rompió en llanto y eso a él le rompió el corazón que pensaba no tenía. Dionisio perdía así toda su
fortuna material, la cual nunca tuvo en realidad, pero, entre tanta miseria, ganó el mejor premio al
que podía aspirar. Dionisio saltó al tren aquella tarde y dejó de ser un mendigo
sin suerte para convertirse en un hombre libre, lleno de autonomía y desparpajo, lejos de esta podrida sociedad.