Una quimera llamada Barcelona
Denis V. Al Vino
A
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lo largo del último siglo pocas
ciudades han logrado proyectar una imagen tan autorreferencial y triunfalista
como Barcelona. Sin duda, es un caso paradigmático en el mundo, e incluso sui
generis, ya que la propia ciudad se narra desde la autoridad como mediterránea,
abierta y amable. Como si de un himno se tratase, Barcelona se vende al mundo
de forma constante y atrevida. En la actualidad, Barcelona destina una gran
inversión económica en la autopromoción como marca, no únicamente en el
extranjero, buscando la captación de inversores internacionales, sino también
dirigiéndose a sus propios habitantes. Sin embargo, no todo lo que brilla es oro
aunque sus autoridades lo pregonen o porque una parte de sus ciudadanos se
jacten, en su mayoría los extranjeros, de sentirse orgullosamente barceloneses.
Se sabe, pese a la escasa difusión recibida, que Barcelona no es únicamente la
ciudad que es la mejor tienda del mundo,
la que organiza grandes eventos mundiales, la que inspira o la que se puso
guapa. Por el contrario, la ciudad condal guarda un pesado epitafio donde
descansan historias ocultas y silenciadas que se alejan del bombardeo turístico
y el marketing asfixiante que intentan imponernos.
Uno de esos documentos que nos retrata lo
que realmente pasó en Barcelona para que se convirtiera en lo que es ahora es
el documental La marca Barcelona. En
este material audiovisual se produce una profunda crítica sobre el proceso
descomunal y gigantesco de reestructuración urbanística que sufrió
Barcelona durante las pasadas décadas.
Aquí se demuestra la política abusiva de exclusión, promovida por las
autoridades barcelonesas, que perjudicaron directamente a la clase trabajadora,
actores principales del resurgimiento histórico de la ciudad, y que se basa en un modelo enfocado al olvido
de la memoria social y a la discriminación social de la gente más necesitada.
No obstante, ¿qué es la marca Barcelona? En la voz de
quiénes se encargan de vender y comprar esta ciudad, es decir las autoridades y
los grandes capitales extranjeros, Barcelona es la ciudad perfecta capaz de
encandilar a sus visitantes e inversores. Sin embargo, para la población barcelonesa su ciudad no es más que una
fábrica brutal e infalible de dinero controlada por un sector de poder político
y económico que castiga a la gente con sus decisiones. En consecuencia, el
pueblo pasa a segundo plano y se prioriza la venta de una imagen teatral
plagada de grandes construcciones
ensalzadas para el lente
fotográfico pero sin mayor repercusión social necesaria para los barceloneses.
La marca Barcelona es una falacia que
promueve la injusticia, donde ganan los que más tienen y pierden los de
siempre, proyectando al mundo una ciudad de impacto global pero inexistente
para su propia gente. El mejor ejemplo de este negativo fenómeno es el de la
especulación inmobiliaria que apuesta por las construcciones colosales, grandes
elefantes blancos para la ciudad, y en detrimento deja rezagada a la gente más
necesitada que ve como se les niega
constantemente el acceso a una vivienda digna.
Cabe resaltar que el desarrollo de una ciudad siempre
debería significar un aspecto positivo para lo ciudadanos que la habitan. Empero, este desarrollo impulsado por las
autoridades metropolitanas nunca tendrían que efectuarse a cualquier
precio. Si partimos de la premisa que la
base de una ciudad son sus propios ciudadanos, las autoridades deberían enfocar
sus esfuerzos a priorizar el desarrollo socioeconómico de sus habitantes en vez
de apostar, exclusivamente, por los
grandes capitales que, a la larga, poco
o nada les importa el desarrollo local de la gente.
Si bien es cierto que la ciudad soñada por Gaudí y Miró
necesita de una belleza y publicidad que le haga única ante los ojos del mundo,
aunque este aspecto ya parezca intrínseco a la ciudad, quizás no se tan
necesario concentrar todos los esfuerzos en vender la imagen de una ciudad que
de por sí se vende sola. La memoria de lo que fue esta ciudad y de cómo se
levantó varias veces ante la adversidad debería ser el mejor ejemplo a tener en
cuenta por las autoridades a la hora de querer vender la esencia y los valores
que transmite Barcelona. Ahora bien, diferenciarse mundialmente no significa
excluir ya que la exclusión significa discriminación, injusticia y olvido. De
lo contrario sólo se generaría más miseria y desigualdad entre los propios
barceloneses que verían con impotencia como prostituyen su ciudad con la venia
de sus autoridades, por así decirlo.
¿Sería posible imaginar una Barcelona sin tener en cuenta
a los barceloneses? Todo desarrollo
debería basarse en la inclusión social y no basta con resaltar el aspecto externo
de la ciudad si es que se deja de lado al motor que movió, mueve y moverá esta
ciudad, es decir su propia gente.