sábado, 3 de enero de 2015

MAGDALENA BLUE

El fantasma de los ojos azules



Por Denis Vásquez Al Vino


E
l aeropuerto de Chopin era más frío de lo que hubiera imaginado. Las caras pálidas y bastante tristes reflejaban el mermado estado de ánimo de la gente del Este de Europa. Gente fría, de por sí, muchas aún aferradas al sueño proletario que no pudo ser. Era una sensación extraña que me provocaba una idea bizarra capaz de escarapelarme la totalidad de mi ya descuidado cuerpo. Sin duda, aquella era una bienvenida gris y rara para un individuo como yo que había cruzado, incluso hasta el  gran charco de ultramar, en búsqueda de otras experiencias con expectativas un poco más cálidas de las que me ofrecía este ambiente. El clima era lúgubre como la atmósfera que podían contemplar mis ojos. Luego de varias horas volando, a tarifa de turista, en aquel pájaro gigante de fierro que el hombre llama avión, no sabía dónde realmente me estaba metiendo. Se abrieron las compuertas del pájaro metálico y al bajar las escalinatas luego de unos pocos segundos ya me encontraba empapado bajo la lluvia tormentosa e indescriptible como el nombre impronunciable de la ciudad a la que había llegado. En la parte superior del edificio principal resaltaba un cartel color rojo comunismo con unas inmensas letras blancas para que, y reservado a los entendidos, todos pudieran leer “Witamy w Gorzchinski”. Supuse era un mensaje de bienvenida que la gente de por aquí se preocupaba en mostrar ante su escaso carisma y rasgo de cordialidad. No obstante, no le di mucha importancia a aquel mensaje meramente formalista. Para ser sinceros, me encontraba bastante inquieto ya que había recorrido muchísimos kilómetros y tampoco tenía idea de quién me esperaría detrás de  esa cortina que separaba a los viajeros de los visitantes al aeropuerto. Un telón sucio y deteriorado por los años, con un olor marcado a óxido y viejo, que parecía alertarme del muro enorme que dividía a mis ansias de mi realidad. Me imaginé que no esperaba nada ni a nadie o al menos eso pensaba hasta ese momento. Y es que puede que nadie quiera que nunca venga alguien a saludarle cuando uno está en baja forma sentimental, porque en ese momento lo que uno necesita es un abrazo que duela o un beso insoportablemente largo; nada más que te destrocen los huesos sin decir una mísera palabra. La lista de voluntarios cercanos a este concepto era nula aquí. Era consciente que mi deseo no iba a hacerse realidad en este congelado lugar perdido en el Este. Quizás mi anhelo era injurioso a estas alturas de mi vida pero, finalmente,  no tenía ya nada que perder. Había dejado mi Barcelona atrás y con ella todas mis aventuras noctámbulas y canallas de don juan. Era hora de enfocarme, de una vez por todas, en lo que había venido a realizar aquí.
Pues bien, tenía que hacer camino al andar e intentar olvidar que lo planeado suele ser, precisamente, lo óptimo en esta vida.  Con mi viejo maletín en la mano proseguí la ruta hacia algo que se pareciera a la civilización a la cual estuve acostumbrado siempre. Se abrieron las puertas del telón eléctrico del aeropuerto y el olor a antiguo mezclado con el inconfundible aroma a tabaco fuerte y café barato acapararon mis sentidos.  Cerré los ojos con esa paz que suele anhelarse en los momentos menos indicados e intenté imaginar la silueta que estaría esperándome fuera. Unas pequeñas manos humectadas por la sutil humedad que el frío produce al mezclarse con la lluvia. Salí raudo en búsqueda de la idea que persiguió mi mente durante los últimos meses. Estaba muy seguro de que ella estaría cogiendo, detrás de aquella valla de fierro restringida para los visitantes, un pedazo de papel con mi nombre mal escrito, seguramente.  De repente, abrí los ojos para darme un baño de fría realidad y terminar, de una vez por todas, con mis ansias masculinas que me tenían muy visiblemente saturado. El motivo de mi estancia aquí era estrictamente laboral y no mundano como muchos, e incluso yo, ya habrían pensado. Busqué entre las catorce personas que esperaban fuera y  entre quienes tenían, a su vez, papeles mal escritos con nombres impronunciables quizás para ellos, pero ninguno, sorpresivamente,  llevaba el mío.
¿Qué estaba sucediendo? Magdalena Blue me había prometido estar aquí a las 11:30 de la mañana tal como acordamos la última vez que nos carteamos entre Barcelona y Berlín. ¿Acaso mis contactos por correo postal habían sido una farsa? ¿O es que ninguna de mis correspondencias habían llegado a su destinatario? Era imposible tan solo imaginar esa posibilidad.  No podía visualizar ninguna larga cabellera rubia como la que me encandiló aquel inolvidable verano pasado cuando estuvimos sumergidos en la magia que nos brindó las aguas templadas del norte. ¿Dónde estaban esos ojos azules color cielo? Me sentía atormentado con la idea de no poder volver a verla otra vez. Caminé desesperado buscando una salida distinta. Habían muchas caballeras rubias fuera pero ninguna con ese toque dorado color oro de infinitos quilates que llamaba a la tentación por sí sola. Fui a la parada de bus, crucé por la estación policial, salí huyendo de los timadores locales, me enfrenté a otros viajeros que estaban tan o más perdidos que yo y, finalmente, rodeé a los escasos agentes turísticos que intentaban ayudarme, pero nada. Encontrar a Magdalena Blue se estaba convirtiendo en una labor asfixiante y desconsoladora. Para colmo de males, la gente de por aquí, lamentablemente, no hablaba otro idioma que no fuese el suyo, lo cual dificultaba seriamente mi ya, hasta ese momento, más que complicada y frustrante situación. 
De pronto, desde la oscuridad de la estación de taxis del aeropuerto de Chopin apareció un hombre de traje negro y sombrero marrón. Era un individuo de unos casi dos metros de estatura sin exagerar. Tenía una apariencia un tanto extraña pero llamativa a la vez. Aquel hombre me visualizó durante un interminable minuto sin parpadear antes de que decidiera acercarse hacia donde me encontraba. En un momento me miró fijamente y pude apreciar el gris profundo de sus grandes e amenazantes ojos. Me miró con complicidad y sin perder su natural ceño fruncido sacó de uno de sus bolsillos una fotografía. Alzó su largo brazo derecho y en su mano, sorpresivamente,  pude darme cuenta que llevaba una foto mía tamaño postal la cual, a su vez, llevaba mi nombre y un número de teléfono firmado por mi Magdalena Blue. Mi sorpresa se convirtió en pánico cuando me di cuenta que aquella fotografía era la que me tomó Magdalena Blue un año antes cuando nos conocimos en la Alemania oriental. Una vez captada mi atención aquel hombre se puso frente a mi y en voz baja, preguntó:
¿Es usted el señor Pericles de  tierras foráneas y amigo de la señorita Blue, verdad?
A lo que sólo atiné a responder, dubitativamente, que sí.
Venga conmigo, la señorita Blue está indispuesta por ahora y, como se habrá dado cuenta, seré yo quien le instale en la ciudad y en su nuevo trabajo como fotógrafo aquí.
¿Y quién es usted? Pregunté desconcertado y  a lo que el alargado hombre respondió:
Perdone señor aún no haberme presentado antes pero mi educación no ha sido tan buena como puede ver. Soy Dymitro, un viejo amigo de la señorita Blue y por ahora su guía y tal como parece también su salvador.
No sabía que estaba pasando, me dije. Por un momento pensé que todo era una mala broma de, la despiadada y vil,  Magdalena. Sin embargo, no tenía otra opción. Le dije a aquel hombre, de nombre crudo y sin sabor, que  necesitaba hablar con Magdalena puesto que ella era la razón real que motivó mi viaje hasta este inhóspito lugar. El hombre me miró con peculiaridad al escucharme a lo que él solamente pudo responder:
No se aturde señor. A veces es bueno tener paciencia en esta corta vida. Magdalena Blue se reunirá con usted y no lo dude. Todo a su tiempo señor, todo a su tiempo.
Dymitro y esa voz que parecía de un enterrador empezaban a preocuparme notablemente. Lo que parecía ser una aventura legendaria para contar a mis futuros nietos se estaba convirtiendo en un gran enigma digno del peor de los dramas.
En el infierno no debe hacer mucho más frío que aquí, pensé en voz alta. Dymitro sonrío con lentitud y malicia. Ya nada podría empeorar imaginé con una irónica esperanza de esas que se tiene por mero formalismo. Magdalena no estaba aquí y eso no lo cambiaría nadie. Seguí a Dymitro hasta una esquina donde subimos a un Trabant del año 73 y lo supuse por la etiqueta del asiento derecho escrita con frases en alemán. Dymitro cerró la puerta trasera con la fuerza exagerada que su gran fisonomía le permitió y enrumbamos con destino a lo que sería mi guarida durante mi estadía por estas tierras. En el camino era inevitable apreciar la belleza del crudo invierno eslavo. Una inmensa manta blanca de nieve cubría los pinos gigantes que se perdían entre el color blanco del cielo y de la tierra. Un panorama particularmente precioso que decoraba, de forma lúgubre, la alicaída presencia de una infinidad de fábricas soviéticas, que inundaban la totalidad del camino. Vestigios de lo que fue y no pudo ser como grandes reservas históricas asentadas por décadas en estos lares. Unos cuarenta interminables minutos después llegamos a un complejo habitacional con muchos edificios de más de diez pisos cada uno. Parecía un ajedrez arquitectónico donde todas las construcciones eran, como no, de color gris. No había gente en las calles, algo que me llamó sumamente la atención dado que aún era medio día según mi reloj. Ni niños ni ancianos y mucho menos jóvenes pese viernes. Sería quizás por la crudeza del frío invernal, me pregunté,  o porque simplemente mi visión de este lugar ya estaba predispuesta al aislamiento incluso visual. Dymitro, quien había intentado socializar conmigo en el trayecto invitándome unos cigarrillos para contrarrestar la ausencia de calefacción en el automóvil,  me acompañó en dirección al edificio número seis al cual entramos rápidamente ya que el frío era capaz de congelar hasta las ideas. El ascensor del edificio se encontraba en obras por lo que tuvimos que subir a pie los doce pisos hasta poder llegar a lo que sería mi hogar durante los próximos meses. Al llegar al apartamento solo pude pensar que echaba mucho de menos mi casa frente al mar mediterráneo. No podía ser más tétrico, feo e incluso sucio aquel lugar. Lo único bueno de esta mala experiencia era la calefacción nueva que, según Dymitro, había en los cuarenta metros cuadrados donde viviría a partir de ese momento. Aquel apartamento tenía un gran ventanal con vistas a un bosque ubicado a orillas de río Szchilowski. Dymitro me dejó, cordialmente, una barra de pan en la mesa junto a una botella de vodka con un papel que contenía un número de teléfono en caso de emergencia. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos, más el suyo que el mío por obvias razones fisiológicas, hasta la mañana siguiente cuando pasaría por mí para llevarme a la entrevista con quien sería mi futuro jefe y responsable de mi estadía aquí.  Sin embargo, antes de que cerrara la puerta volví a preguntarle por Magdalena Blue a lo que me respondió con una maquiavélica sonrisa en silencio y nada más. Sin duda, había sido un día sumamente largo y extraño. Si bien es cierto, en ese momento tendría dónde pasar la noche a buen recaudo, por así decirlo. No obstante, aún no podía entender la  inesperada ausencia de Magdalena Blue, mi inicial y única anfitriona que me llevó a hacer esta locura de dejar mis tierras por esto. Era aún temprano y no tuve otra opción que pasar el tiempo frente al ventanal disfrutando del pan duro y el ardor pirómano del vodka ofrecido. Me recosté junto a la calefacción y en un mar de preguntas me dispuse a dormir hasta la mañana siguiente. Estaba seguro que sería la única forma de intentar buscar algún tipo de consuelo a todas mis preguntas.
 A las 6:30 de la mañana del dia siguiente Dymitro tocó la puerta anunciando su llegada. Al no estar acostumbrado a esta inusual puntualidad, me dispuse a bajar raudamente los doce pisos del edificio con mi cámara fotográfica  Leica y mi viejo maletín. Era mi primer día de trabajo lejos de mi hábitat natural y, pese a todo lo extraño que había sucedido hasta ese momento, tenía una especie de ilusión diferente que me motivaba a llegar a lo que sería mi nuevo despacho y para lo cual había sido contratado desde lejos. Estaba ansioso por ver a mis nuevos compañeros, explorar mi trabajo fotográfico y ofrecer mi talento al servicio de estas tierras. Y claro, por fin saber algo de Magdalena Blue y entablar una buena conexión con quien sería mi futuro jefe. Luego de otros cuarenta interminables minutos llegamos al centro de Gorzchinski. Esto ya se parecía un poco más a una gran capital, me dije. Gente, suciedad, tráfico vehicular, bocas de metro, diarios tirados por la calle y miradas perdidas por todos lados. Al frenar el coche Dymitro me entregó un papel con la referencia adónde debería ir y me dejó, finalmente, en la puerta de un colosal edificio ubicado en una céntrica avenida de la ciudad. Al ingresar a aquel recinto pude denotar que era el único foráneo por estas tierras lo cual me sorprendió aunque mi motivación para enfrentar mi primer día era más fuerte. Subí otros catorce pisos, aunque esta vez en ascensor, y llegué a las oficinas de la agencia periodística Red Star. Al entrar, una joven mujer, de apariencia simpática y bella silueta, me invitó a sentarme hasta que llegara el encargado. No le pude quitar la mirada en ningún momento a aquellas hermosas piernas  casi esculpidas que desfilaban al ritmo de unos larguísimos tacones color pasión. ¿Son tan hermosas las mujeres de por aquí? Magdalena Blue era el mejor ejemplo, suspiré. Por suerte, los hombres del Este no tienen el carisma necesario para complacer a sus mujeres. Me sentía incluso hasta un poco afortunado. Debía reconocer que era un hedonista incorregible. No llevaba ni un minuto en esa oficina y ya estaba coqueteando con la joven recepcionista. Ni siquiera me había preguntado por mi nombre, lo cual no me importó, por lo que supuse que era la única persona a quien estarían esperando. Al cabo de unos diez minutos de deleite para mi vista y mi olfato gracias a aquella hermosa joven. Entro por la puerta un robusto hombre que preguntaba por mi. Me presenté y me invitó a pasar a su despacho. Ya sentados dentro de aquel lugar el hombre me dijo:
¿Lindas las mujeres de por aquí, verdad? Le miré con asombro y complicidad. Bienvenido señor Pericles, atinó. He oído buenas referencias de usted gracias a los informes de nuestra corresponsal la señorita Blue. Espero que le guste hasta ahora nuestra ciudad y el recibimiento de nuestra gente, sonrío con timidez.
No entendía porque la gente aquí no tenía la más mínima intención de presentarse antes que nada por lo que le pregunté:  ¿Y usted es? ¿ Y dónde está la señorita Blue?  A lo que el hombre robusto respondió:
No se preocupe por Magdalena, ella está indispuesta en estos momentos. No obstante, pronto se reunirá con ella, no lo dude señor Pericles. Y sí, como bien imaginará soy el señor Rakolski pero puede llamarme Lukaz, su nuevo jefe a partir de hoy.
En ese momento entendí que no tenía escapatoria. Así que decidí seguir con esta intrigante aventura y olvidarme, temporalmente, del paradero de la hermosa Margarita. Rakolski sintió mi preocupación por lo que abrió una botella de vodka y me invitó una copa. Yo acepté agradeciéndole por el puesto de trabajo y que daría todo de mi  parte para poder satisfacer sus expectativas.
Rakolski sonrío, aunque con indiferencia, y me entregó un archivo fotográfico como primera parte de mi trabajo y agregó:
Mire bien este tipo de fotografías señor Pericles. Familiarícese con los rostros eslavos porque pronto tendrá que lidiar con ellos en su día a día y a lo mejor por mucho tiempo, atinó a decir mientras esbozaba una extraña sonrisa. Mirando con intensa atención las fotografías repartidas sobre su escritorio me di cuenta que me esperaba mucha faena en este lugar aunque aún no sabía precisamente cual sería mi función en esta agencia. Yo había sido periodista fotográfico policial hasta incluso social pero no entendía porque me mostraba fotografías de la gente, más aún siendo una agencia publicitaria. Mientras tanto, para ahorrar energía, los responsables del recinto cortaban la calefacción durante los fines de semana y, en consecuencia, la temperatura había bajado en todos los pisos hasta el punto de que allí, en el último piso de los catorce existentes, era simplemente incómodo convivir con los estragos del invierno. Podía apreciar que del rostro de Rakolski afloraba unas ansias inquietas por continuar bebiendo un poco más del vodka que reposaba sobre su escritorio.  Sería una adicción, una necesidad o simplemente un rasgo de nerviosismo, no lo sé. Aunque pude entender que quizás esto también podría deberse a los embates climatológicos de esta parte del mundo. Era como respirar aire de congelador mezclado con aromas a humo de cigarrillos y perfumes baratos. En el despacho exterior, donde habían unas diez personas más, reinaba el silencio sabatino, roto solo por la trabajosa respiración de Rakolski y por el murmullo de una radio olvidada  por alguien en otras de las oficinas contiguas, y en la que, curiosamente, sonaba la música del Maurice Ravel y que contrastaba, totalmente, con el panorama gris de aquel lugar. Sin embargo, Rakolski intentó recordarme que me concentrase en las fotos para dar mi opinión, la cual era, según él, muy necesaria. Caras de recién nacidos, caras de bebés descontrolados, caras de niños que comenzaban a andar. Las barajó y volvió a ordenar, como si fueran piezas de un rompecabezas. Las escrutó, cuidadosamente, con sus ojos cansados por el consumo matutino del alcohol, fijándose bien en los fondos, intentando hallar pistas de lo todo lo posiblemente hallable.  De pronto sacó otro fajo de fotografías y, quizás por accidente, se desprendieron algunas muy impactantes donde yacían cadáveres producto de crímenes o accidentes trágicos y muertes naturales. De pronto Rakolski esbozó una inesperada pregunta:
¿Pericles es usted creyente o algo por el estilo?
Ante la sorpresiva pregunta solamente atiné a responder que no. Sin embargo, no entendí la razón de aquella pregunta algo que Rakolski también pudo darse cuenta de inmediato. De pronto, soltó una pregunta con claros signos de entusiasmo:
¿Le molestaría si le visito esta tarde a su apartamento y charlamos más sobre su trabajo y de paso sobre la señorita Blue?
Pues era mi jefe ¿qué podía decirle? Argumenté que no debería molestarse en hacerlo a lo que Rakolski insistió con mucha terquedad:
No será una molestia Pericles. Tómelo como un cumplido de bienvenida. Estoy seguro que necesitará de mis consejos para que su estadía aquí sea una experiencia inolvidable. Le aseguro que esta ciudad le marcará para siempre.
Después de todo sería mi jefe y yo estaba deseoso de tener noticias de Magdalena Blue, no tenía nada que perder. En consecuencia, acepté su propuesta y nos despedimos hasta bien entrada la tarde. Minutos después y  aún con el fajo de fotografías ahora en mi viejo maletín me dispuse a salir del despacho con una sensación de extrañeza y mal sabor de boca. En la oficina, la guapa muchacha de la recepción me había dado un mapa de la ciudad con lugares interesantes para visitar. Sin embargo, no estaba por la labor de hacer turismo así que le propuse si podríamos quedar en algún momento para tomar un café o una copa. Ella aceptó en voz baja y con la típica sonrisa cómplice de aquellas que te auguran una próxima aventura carnal. Finalmente, era mi deseo pasarla bien incluso sumido en la pena de no tener a Magdalena a mi lado. La joven se presentó con el nombre de Ola y me deseó un buen día en esta ciudad.  Hoy no era el día para compartir quehaceres carnales con aquella joven, pensé. De pronto, me vino una sensación de que quizás no era este el lugar indicado para vivir. Una duda existencial de las que suelen dejar  atónito me invadió por unos escasos segundos. Quizás Magdalena no merecía el sacrificio personal de mudarme a su país para estar más cerca de ella y hacer así real nuestro idilio. No estaba seguro de nada ni de nadie. Solo quería ir al centro de la ciudad a tomarme unas copas que no fueran vodka y perderme entre la multitud lúgubre de aquel lugar. Varias horas más tarde me percaté que debería volver al apartamento para mi encuentro con Rakolski. Pese a que el día avanzaba muy lento por aquí, a las 5:30 de la tarde ya llevaba mucho dinero perdido en copas y un par de mujeres que, gracias a la ayuda importante de Dymitro quien se ofreció a ayudarme en casos de emergencia, pude encontrar una gran variedad de placeres banales en esta ciudad. Me despedí de los cariños remunerados de la pelirroja Ewelina y, así también, de las botellas vacías de whisky ruso que nos habían servido como compañía. Sin duda, aspectos rescatables  de mi corto periplo por estas tierras sin olvidar a la calefacción nueva del apartamento donde residía. Al cabo de unos minutos Dymitro, tal como se lo había pedido unas horas antes, pasó a recogerme del cabaret Erotique en pleno centro de la ciudad y me llevó a casa para alistarme para el encuentro con Rakolski. Al llegar a casa luego de otros cuarenta interminables minutos que esta vez, gracias a mi estado etílico, se resumieron en cinco. Dymitro me ayudó a bajar de aquel Trabant del año 73. Me abrigó con una oscura manta y me subió casi en brazos hasta el piso número doce. Una vez allí me dejó otra barra de pan en la mesa junto a otra botella de vodka. Al cerrar la puerta solo atinó a decir:
Buenas tardes señor Pericles. Fue un placer servirle.
Luego de esa extraña frase sonrío maquiavélicamente y se fue. Yo no entendía aún porque la gente de por aquí era tan rara. Sin embargo, aún estaba embriagado por los placenteros servicios de la pelirroja Ewelina y no era momento de quejas. Además, Dymitro era inofensivo y ya había sobrepasado todo límite de rarezas en mi vida por lo que hoy no sería la excepción. Entré a la ducha para perder, a través del agua, los efectos evidentes del alcohol. Opté por ducharme con agua fría para así despertar un poco de mi etílica lentitud.
Luego de un gélida sesión de aseo me quedé frente al espejo durante unos minutos contemplando mi rostro ahora pálido también. Parece que uno adquiere aquí la palidez hasta por el agua, supuse. Me cambié rápidamente para intentar estar listo antes de que llegue Rakolski. Encendí la radio para no verme sumido en el frío aburrimiento y, para mi sorpresa, sonaba en la radio una de las melodías más tristes de Maurice Ravel y lo cual me invitaba aún más al misterio. Sin duda, era la melodía perfecta para tan lúgubre y bizarro momento como el que estaba viviendo. Al cabo de los pocos minutos sonó la puerta de casa, era Rakolski. Entendí que era él gracias a su trabajosa respiración típica de un robusto alcohólico. Encendí un cigarrillo para coger orgullo y le abrí la puerta. Ahí estaba Rakolski frente a mi con una botella de vodka y un ramo de flores. Seguía sin entender nada a lo que él preguntó:
¿Sorprendido Pericles?  Invíteme a pasar y le explicaré, sentenció.
Le dije adelante señor Rakolski a lo que insistió que le llamara Lukaz.
Tenemos mucho en común y eso debería darnos algo de confianza. ¿No lo cree usted Pericles?
Me pregunté: ¿confianza? Pero de que confianza estaba hablando este individuo si recién acababa de conocerle esta mañana. Mi cigarrillo se consumía más rápido que de costumbre por lo que decidí encender otro velozmente. Rakolski me miró fijamente y me dijo:
Pericles no se sorprenda por lo que diré a continuación. Yo no fumo pero le permito que usted lo haga.  Es su casa y las leyes son estrictamente suyas. Yo le respeto Pericles. Por eso no entiendo por qué usted no me respeta.
Ahora si no entendía absolutamente nada y le incriminé:
Basta ya Rakolski. Basta de frases raras y sin sentido. Yo a usted no le conozco y no tengo ni idea de lo que está hablando.
Rakolski sonrío con ironía y sentenció:
¿Basta? Ok Pericles. Yo respeto que fume dentro de su casa. Le traigo vodka y un ramo de flores y encima me levanta la voz. Pues bien, abreviaré la razón de mi visita. Tal como recordara le hablé de respeto desde un inicio y le daré una lección de ello. Que usted pueda fumar frente a mi y beber mi vodka no significa que pueda follarse a mi mujer. ¿Le parece respetuoso eso? Tal parece usted ha caído en la trampa digna de todo hombre imbécil y ebrio de su narcisismo. ¿Acaso creyó que su estúpida sonrisa mediterránea le libraría de su castigo?
Dios mío, repliqué. Ahora si me vi en estado de shock sin entender absolutamente nada de nada. Este hombre pasó de ser un individuo raro para convertirse en una amenaza a mi integridad. Le respondí:
Rakolski, sinceramente no entiendo por qué me dice todo esto. Ahora realmente me está preocupando. Dígame por favor qué está sucediendo y prometo no ser violento.
¿Violento usted? Oh Pericles mío, sentenció Rakolski. Cogió uno de mis Marlboros. Me miró con una desolación sorpresiva de las que asustan significativamente. Sacó un mechero de su bolsillo y me insistió que se lo encendiera. Ante esto acepté y se lo encendí sin pensarlo dos veces. Él me agradeció con la mirada y me dijo:
No se asuste Pericles. Sabemos muy bien que Magdalena Blue es la razón de su estadía en estas frías tierras del Este. Está usted solo Pericles y no tiene escapatoria. Este vodka representa la embriaguez que usted y ella vivieron juntos. Este ramo de flores representa la gratitud que ella le debía por tan placenteros momentos que ustedes compartieron. El cigarrillo que usted me acaba de convidar representa ahora la conexión que usted y yo compartimos. Sí Pericles, este hombre que usted ve con sus ojos es el marido de Magdalena Blue. La mujer de dorada cabellera y ojos azules color cielo es mi mujer y para suerte suya, más que la mía, ella está muerta desde hace tres días.
Me quedé atónito ante sus palabras. ¿Su mujer y muerta? Esa trágica noticia me dejó sin palabras. ¿Cómo que Magdalena Blue estaba muerta? ¿Cómo que este individuo era su marido? ¿Cómo había llegado yo hasta este punto sin darme cuenta de nada? Dios mío, repetí una y mil veces más pese a ser agnóstico. Mientras empezaba a sentir escalofríos y comenzaban a caer por mi rostro gotas frías de sudor, la preocupación y la desesperación creció de forma alarmante. Y Rakolski replicó:
¿Ahora entiende por qué le pregunté si usted era creyente? Pese a que suplique ante algún tipo de dios nadie podrá librarle de su merecido castigo Pericles.
En ese momento Rakolski se levantó de la silla y se dirigió hacia donde se encontraba la radio. Alzó el volumen del mismo y  empezó a sonar un estruendoso ritmo de Chopin. Aquella melodía tétrica del enigmático Frederic ejemplificaba, de forma perfecta, lo que estaba por venir. De pronto, sonaron truenos fuera del edificio y comenzó una fuerte tormenta que retumbó los cimientos del recinto. Las gotas congeladas chocaban contra las ventanas. Rakolski cogió el ramo de flores y sacó desde dentro una  mágnum plateada del calibre veintidós. Me miró, fijamente, con aquellos ojos grises como su perturbada alma y sentenció:
Ha llegado el fin Pericles. Le envidio porque usted si podrá, a diferencia mía, reunirse dentro de poco con nuestra amada Magdalena Blue. Un placer que usted gozará eternamente aunque, por lástima, tenga que ser en el infierno.  A propósito, ella tampoco nunca pudo llamarme Lukaz.
¡Bang, bang, bang y dos veces más bang! El estruendoso sonido de la muerte acaparó el eco de la habitación. El poderío de aquella mágnum atravesó mis órganos de forma impecable. Pude sentir como se destruían los tejidos de mi cuerpo y el ardor asfixiante que producía la mezcla de mi sangre con la pólvora.  En ese escaso segundo cuando te despides de la vida, arrancada vilmente por ajenos, y ves llegar, desde lejos, la luminosa luz de la muerte, no tienes tiempo para pensar en qué está pasando realmente. Vi la sonrisa de mi madre mientras le suplicaba clemencia ante el castigo cuando era un desalmado niño. Escuché los gemidos dulces de la muchacha que me inició en los quehaceres sexuales del amor adolescente. Respiré el aroma al mar mediterráneo mientras nos embriagábamos todos sin sentido. Reviví el sabor de los labios suaves con olor aroma a campo y tabaco del último beso que Magdalena Blue me regaló. La piel tersa de sus manos con las que acaparaba sutilmente mi rostro. Me vi echado junto a su cuerpo desnudo y húmedo por el calor del verano. De pronto, todo se oscureció y mil serpientes me rodearon atándome de pies y manos. Una luz intensa en el horizonte se iba haciendo  cada vez más grande al compás de mi inminente extinción. Comprendí que era el fin y le sonríe a la muerte.

Cuando estás muerto te sientes aislado. La tranquilidad es absoluta y, quizá por primera vez desde que tus glándulas entraron en funcionamiento, tienes tiempo para pararte a pensar sin interrupciones. Así que piensas en lo que hiciste y en lo que dejaste de hacer, y en la gente que entró y salió de tu vida. Te regocijas de haber conocido a unos y lamentas haber conocido a otros. Ahora mi cuerpo era parte de un objeto ajeno a la vida. Yaciendo allí, lamentaba haber conocido a Magdalena Blue.  De no ser por ella, probablemente no me hubieran matado a tiros a la edad de treinta y un años, en la flor de mi vida.  Por otra parte, puede que sí, ya que Magdalena no era la única mujer con la que yo estaba manteniendo una relación amorosa durante ese tiempo. Sin embargo, era mi favorita y mis más profundos deseos así lo concebían. Así conocí a la hermosa Magdalena Blue, bailando juntos al ritmo del swing en la profundidad de los suburbios berlineses.  Si no me hubieran liquidado aquella noche de enero en aquel lúgubre apartamento de Gorzchinski quizás habría sido a la noche siguiente en algún descampado bajo la infinita manta de nieve, o al mes siguiente, o al próximo año en cualquier otra parte del mundo, mi condena quizás era la muerte. Magdalena Blue no quería solamente mi amor ni el de nadie. Ella deseaba todo e incluso hasta mi propia muerte y de eso ahora estaba totalmente convencido. No sé cómo nunca pude darme cuenta que Rakolski era el marido de Magdalena. Un magnate frío y despiadado que iba disfrazado bajo el papel de un jefe armonioso en una agencia periodística de  noticias criminales. Aquel sábado de mi muerte no se marchó a Moscú en viaje de negocios como estaba previsto. Quizás sería porque la intensidad que, por ese entonces, ya iban tomando los estragos producto de la Guerra Fría, le impedía seguir con sus roles como funcionario del proletariado. Puede que perdiera el vuelo después de tirar el cadáver exquisito de Magdalena al río. Puede simplemente que desearía liquidar al otro miembro de sus pesadillas, yo. Solamente él lo sabrá en su conciencia mientras en estos momentos Dymitro le lleva a casa para que descanse luego de una larga jornada criminal. Rakolski simplemente cogió su mágnum del calibre veintidós y decidió pegarme cinco tiros. Tres en la cabeza, uno en los testículos y otro en el corazón. Quizás relacionó mi mente, mi virilidad y mis sentimientos a la hora de elegir hacia donde tendrían que ir dirigidos sus disparos. Estaba convencido de que Rakolski lo tenía todo fríamente calculado.  Ni siquiera estoy seguro de que, al apretar el gatillo, estuviese totalmente satisfecho con su accionar. Él buscaba matar a un hombre que fornicó con su mujer reiteradas veces. Su complejo de inferioridad ante mi le obligaba a liquidarme. No era un castigo por el amor. Era un castigo por el honor. No mataba a un tal Pericles que voló muchos kilómetros para encontrarse con su amante con el pretexto del reto laboral. Él solo sabía que yo era un tipo de anchos hombros, pelo ensortijado y resplandeciente dentadura. Él apagaba una vida y sabía que Magdalena Blue me amaba. Rakolski cargó con mi cuerpo ayudado por Dymitro y juntos me llevaron envuelto en unas ensangrentadas sábanas  rumbo al coche. Mi cuerpo, como el de todos los muertos, pesaba el doble de lo normal lo cual les dificultó la macabra labor de deshacerse de mi. Abrieron el maletero del Trabant del año 73 y tiraron mi cuerpo pálido dentro. Grande fue mi sorpresa cuando dentro de aquel maletero había otro cuerpo pero ya en proceso de descomposición. Era mi Magdalena Blue, que aún mantenía los ojos abiertos pese a los seis disparos que le habían propinado en la cabeza. Dymitro cerró con suma fuerza el maletero. Luego le encendió un cigarrillo a su jefe Rakolski y ambos empezaron a empujar el coche hacia el río. El coche se  fue hundiendo lentamente conmigo y con el cuerpo de Magdalena Blue dentro, bajo la atenta mirada de ambos sujetos. La lluvia fría del invierno de estas tierras del Este provocaban un sonido ensordecedor que, a la vez, cumplían de marcha fúnebre para Magdalena y yo. Ahora descanso bajo las gélidas aguas del río Szchilowski y me empiezo a descomponer poco a poco como ella. Sí, he muerto por amor o es que el amor terminó matándonos a los dos. Si de algo estoy seguro es que nunca volveré a vivir aquellos hermosos momentos con Magdalena Blue. Aunque finalmente pude cumplir el sueño de morir por una razón y junto a esos ojos azules que supieron cómo encandilarme desde aquel verano berlinés.  Ella y yo moriremos al mismo tiempo, por siempre.

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