El fantasma de los ojos azules
Por Denis Vásquez Al Vino
E
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Pues bien, tenía que hacer camino al andar e intentar
olvidar que lo planeado suele ser, precisamente, lo óptimo en esta vida.
Con mi viejo maletín en la mano proseguí la ruta hacia algo que se
pareciera a la civilización a la cual estuve acostumbrado siempre. Se abrieron
las puertas del telón eléctrico del aeropuerto y el olor a antiguo mezclado con
el inconfundible aroma a tabaco fuerte y café barato acapararon mis sentidos.
Cerré los ojos con esa paz que suele anhelarse en los momentos menos
indicados e intenté imaginar la silueta que estaría esperándome fuera. Unas
pequeñas manos humectadas por la sutil humedad que el frío produce al mezclarse
con la lluvia. Salí raudo en búsqueda de la idea que persiguió mi mente durante
los últimos meses. Estaba muy seguro de que ella estaría cogiendo, detrás de
aquella valla de fierro restringida para los visitantes, un pedazo de papel con
mi nombre mal escrito, seguramente. De repente, abrí los ojos para darme
un baño de fría realidad y terminar, de una vez por todas, con mis ansias
masculinas que me tenían muy visiblemente saturado. El motivo de mi estancia
aquí era estrictamente laboral y no mundano como muchos, e incluso yo, ya habrían
pensado. Busqué entre las catorce personas que esperaban fuera y entre
quienes tenían, a su vez, papeles mal escritos con nombres impronunciables
quizás para ellos, pero ninguno, sorpresivamente, llevaba el mío.
¿Qué estaba sucediendo? Magdalena Blue me había prometido
estar aquí a las 11:30 de la mañana tal como acordamos la última vez que nos
carteamos entre Barcelona y Berlín. ¿Acaso mis contactos por correo postal
habían sido una farsa? ¿O es que ninguna de mis correspondencias habían llegado
a su destinatario? Era imposible tan solo imaginar esa posibilidad. No
podía visualizar ninguna larga cabellera rubia como la que me encandiló aquel
inolvidable verano pasado cuando estuvimos sumergidos en la magia que nos
brindó las aguas templadas del norte. ¿Dónde estaban esos ojos azules
color cielo? Me sentía atormentado con la idea de no poder volver a verla otra
vez. Caminé desesperado buscando una salida distinta. Habían muchas caballeras
rubias fuera pero ninguna con ese toque dorado color oro de infinitos quilates
que llamaba a la tentación por sí sola. Fui a la parada de bus, crucé por la
estación policial, salí huyendo de los timadores locales, me enfrenté a otros
viajeros que estaban tan o más perdidos que yo y, finalmente, rodeé a los
escasos agentes turísticos que intentaban ayudarme, pero nada. Encontrar a
Magdalena Blue se estaba convirtiendo en una labor asfixiante y desconsoladora.
Para colmo de males, la gente de por aquí, lamentablemente, no hablaba otro
idioma que no fuese el suyo, lo cual dificultaba seriamente mi ya, hasta ese
momento, más que complicada y frustrante situación.
De pronto, desde la oscuridad de la estación de taxis del
aeropuerto de Chopin apareció un hombre de traje negro y sombrero marrón. Era
un individuo de unos casi dos metros de estatura sin exagerar. Tenía una
apariencia un tanto extraña pero llamativa a la vez. Aquel hombre me visualizó
durante un interminable minuto sin parpadear antes de que decidiera acercarse
hacia donde me encontraba. En un momento me miró fijamente y pude apreciar el
gris profundo de sus grandes e amenazantes ojos. Me miró con complicidad y
sin perder su natural ceño fruncido sacó de uno de sus bolsillos una
fotografía. Alzó su largo brazo derecho y en su mano, sorpresivamente,
pude darme cuenta que llevaba una foto mía tamaño postal la cual, a su
vez, llevaba mi nombre y un número de teléfono firmado por mi Magdalena Blue.
Mi sorpresa se convirtió en pánico cuando me di cuenta que aquella fotografía
era la que me tomó Magdalena Blue un año antes cuando nos conocimos en la
Alemania oriental. Una vez captada mi atención aquel hombre se puso frente a mi
y en voz baja, preguntó:
¿Es usted el señor Pericles de tierras
foráneas y amigo de la señorita Blue, verdad?
A lo que sólo atiné a responder, dubitativamente, que sí.
Venga conmigo, la señorita Blue está indispuesta por
ahora y, como se habrá dado cuenta, seré yo quien le instale en la ciudad y en
su nuevo trabajo como fotógrafo aquí.
¿Y quién es usted? Pregunté desconcertado y a lo
que el alargado hombre respondió:
Perdone señor aún no haberme presentado antes pero mi
educación no ha sido tan buena como puede ver. Soy Dymitro, un viejo amigo de
la señorita Blue y por ahora su guía y tal como parece también su salvador.
No sabía que estaba pasando, me dije. Por un momento
pensé que todo era una mala broma de, la despiadada y vil, Magdalena. Sin
embargo, no tenía otra opción. Le dije a aquel hombre, de nombre crudo y sin
sabor, que necesitaba hablar con Magdalena puesto que ella era la razón
real que motivó mi viaje hasta este inhóspito lugar. El hombre me miró con
peculiaridad al escucharme a lo que él solamente pudo responder:
No se aturde señor. A veces es bueno tener paciencia en
esta corta vida. Magdalena Blue se reunirá con usted y no lo dude. Todo a su
tiempo señor, todo a su tiempo.
Dymitro y esa voz que parecía de un enterrador empezaban
a preocuparme notablemente. Lo que parecía ser una aventura legendaria para
contar a mis futuros nietos se estaba convirtiendo en un gran enigma digno del peor
de los dramas.
En el infierno no debe hacer mucho más frío que aquí,
pensé en voz alta. Dymitro sonrío con lentitud y malicia. Ya nada
podría empeorar imaginé con una irónica esperanza de esas que se tiene por mero
formalismo. Magdalena no estaba aquí y eso no lo cambiaría nadie. Seguí a
Dymitro hasta una esquina donde subimos a un Trabant del año 73 y lo supuse por
la etiqueta del asiento derecho escrita con frases en alemán. Dymitro cerró la
puerta trasera con la fuerza exagerada que su gran fisonomía le permitió y
enrumbamos con destino a lo que sería mi guarida durante mi estadía por estas
tierras. En el camino era inevitable apreciar la belleza del crudo invierno
eslavo. Una inmensa manta blanca de nieve cubría los pinos gigantes que se
perdían entre el color blanco del cielo y de la tierra. Un panorama
particularmente precioso que decoraba, de forma lúgubre, la alicaída presencia
de una infinidad de fábricas soviéticas, que inundaban la totalidad del camino.
Vestigios de lo que fue y no pudo ser como grandes reservas históricas
asentadas por décadas en estos lares. Unos cuarenta interminables minutos
después llegamos a un complejo habitacional con muchos edificios de más de diez
pisos cada uno. Parecía un ajedrez arquitectónico donde todas las construcciones
eran, como no, de color gris. No había gente en las calles, algo que me llamó
sumamente la atención dado que aún era medio día según mi reloj. Ni niños ni
ancianos y mucho menos jóvenes pese viernes. Sería quizás por la crudeza del
frío invernal, me pregunté, o porque simplemente mi visión de este lugar
ya estaba predispuesta al aislamiento incluso visual. Dymitro, quien había
intentado socializar conmigo en el trayecto invitándome unos cigarrillos para
contrarrestar la ausencia de calefacción en el automóvil, me
acompañó en dirección al edificio número seis al cual entramos rápidamente ya
que el frío era capaz de congelar hasta las ideas. El ascensor del edificio se
encontraba en obras por lo que tuvimos que subir a pie los doce pisos hasta
poder llegar a lo que sería mi hogar durante los próximos meses. Al llegar al
apartamento solo pude pensar que echaba mucho de menos mi casa frente al mar
mediterráneo. No podía ser más tétrico, feo e incluso sucio aquel lugar. Lo
único bueno de esta mala experiencia era la calefacción nueva que, según
Dymitro, había en los cuarenta metros cuadrados donde viviría a partir de ese
momento. Aquel apartamento tenía un gran ventanal con vistas a un bosque
ubicado a orillas de río Szchilowski. Dymitro me dejó, cordialmente, una barra
de pan en la mesa junto a una botella de vodka con un papel que contenía un
número de teléfono en caso de emergencia. Nos despedimos con un fuerte apretón
de manos, más el suyo que el mío por obvias razones fisiológicas, hasta la
mañana siguiente cuando pasaría por mí para llevarme a la entrevista con quien
sería mi futuro jefe y responsable de mi estadía aquí. Sin embargo, antes
de que cerrara la puerta volví a preguntarle por Magdalena Blue a lo que me
respondió con una maquiavélica sonrisa en silencio y nada más. Sin duda, había
sido un día sumamente largo y extraño. Si bien es cierto, en ese momento
tendría dónde pasar la noche a buen recaudo, por así decirlo. No obstante, aún
no podía entender la inesperada ausencia de Magdalena Blue, mi inicial y
única anfitriona que me llevó a hacer esta locura de dejar mis tierras por
esto. Era aún temprano y no tuve otra opción que pasar el tiempo frente al
ventanal disfrutando del pan duro y el ardor pirómano del vodka ofrecido. Me
recosté junto a la calefacción y en un mar de preguntas me dispuse a dormir
hasta la mañana siguiente. Estaba seguro que sería la única forma de intentar
buscar algún tipo de consuelo a todas mis preguntas.
A las 6:30 de la mañana del dia siguiente Dymitro
tocó la puerta anunciando su llegada. Al no estar acostumbrado a esta inusual
puntualidad, me dispuse a bajar raudamente los doce pisos del edificio con mi
cámara fotográfica Leica y mi viejo maletín. Era mi primer día de trabajo
lejos de mi hábitat natural y, pese a todo lo extraño que había sucedido hasta
ese momento, tenía una especie de ilusión diferente que me motivaba a llegar a
lo que sería mi nuevo despacho y para lo cual había sido contratado desde
lejos. Estaba ansioso por ver a mis nuevos compañeros, explorar mi trabajo
fotográfico y ofrecer mi talento al servicio de estas tierras. Y
claro, por fin saber algo de Magdalena Blue y entablar una buena conexión
con quien sería mi futuro jefe. Luego de otros cuarenta interminables minutos
llegamos al centro de Gorzchinski. Esto ya se parecía un poco más a
una gran capital, me dije. Gente, suciedad, tráfico vehicular, bocas de metro,
diarios tirados por la calle y miradas perdidas por todos lados. Al frenar el
coche Dymitro me entregó un papel con la referencia adónde debería ir y me
dejó, finalmente, en la puerta de un colosal edificio ubicado en una céntrica
avenida de la ciudad. Al ingresar a aquel recinto pude denotar que era el único
foráneo por estas tierras lo cual me sorprendió aunque mi motivación para enfrentar
mi primer día era más fuerte. Subí otros catorce pisos, aunque esta vez en
ascensor, y llegué a las oficinas de la agencia periodística Red Star. Al
entrar, una joven mujer, de apariencia simpática y bella silueta, me invitó a
sentarme hasta que llegara el encargado. No le pude quitar la mirada en ningún
momento a aquellas hermosas piernas casi esculpidas que
desfilaban al ritmo de unos larguísimos tacones color pasión. ¿Son tan
hermosas las mujeres de por aquí? Magdalena Blue era el mejor ejemplo, suspiré.
Por suerte, los hombres del Este no tienen el carisma necesario para complacer
a sus mujeres. Me sentía incluso hasta un poco afortunado. Debía reconocer que
era un hedonista incorregible. No llevaba ni un minuto en esa oficina y ya
estaba coqueteando con la joven recepcionista. Ni siquiera me había
preguntado por mi nombre, lo cual no me importó, por lo que supuse que era la
única persona a quien estarían esperando. Al cabo de unos diez minutos de
deleite para mi vista y mi olfato gracias a aquella hermosa joven. Entro por la
puerta un robusto hombre que preguntaba por mi. Me presenté y me invitó a pasar
a su despacho. Ya sentados dentro de aquel lugar el hombre me dijo:
¿Lindas las mujeres de por aquí, verdad? Le miré con
asombro y complicidad. Bienvenido señor Pericles, atinó. He oído buenas
referencias de usted gracias a los informes de nuestra corresponsal la señorita
Blue. Espero que le guste hasta ahora nuestra ciudad y el recibimiento de
nuestra gente, sonrío con timidez.
No entendía porque la gente aquí no tenía la más mínima
intención de presentarse antes que nada por lo que le pregunté: ¿Y usted
es? ¿ Y dónde está la señorita Blue? A lo que el hombre robusto
respondió:
No se preocupe por Magdalena, ella está indispuesta en
estos momentos. No obstante, pronto se reunirá con ella, no lo dude señor
Pericles. Y sí, como bien imaginará soy el señor Rakolski pero puede
llamarme Lukaz, su nuevo jefe a partir de hoy.
En ese momento entendí que no tenía escapatoria. Así que
decidí seguir con esta intrigante aventura y olvidarme, temporalmente, del
paradero de la hermosa Margarita. Rakolski sintió mi preocupación por lo que
abrió una botella de vodka y me invitó una copa. Yo acepté agradeciéndole por
el puesto de trabajo y que daría todo de mi parte para poder satisfacer
sus expectativas.
Rakolski sonrío, aunque con indiferencia, y me entregó un
archivo fotográfico como primera parte de mi trabajo y agregó:
Mire bien este tipo de fotografías señor Pericles.
Familiarícese con los rostros eslavos porque pronto tendrá que lidiar con ellos
en su día a día y a lo mejor por mucho tiempo, atinó a decir mientras esbozaba
una extraña sonrisa. Mirando con intensa atención las fotografías
repartidas sobre su escritorio me di cuenta que me esperaba mucha faena en este
lugar aunque aún no sabía precisamente cual sería mi función en esta agencia.
Yo había sido periodista fotográfico policial hasta incluso social pero no
entendía porque me mostraba fotografías de la gente, más aún siendo una agencia
publicitaria. Mientras tanto, para ahorrar energía, los responsables del
recinto cortaban la calefacción durante los fines de semana y, en consecuencia,
la temperatura había bajado en todos los pisos hasta el punto de que allí, en
el último piso de los catorce existentes, era simplemente incómodo convivir con
los estragos del invierno. Podía apreciar que del rostro de Rakolski afloraba
unas ansias inquietas por continuar bebiendo un poco más del vodka que reposaba
sobre su escritorio. Sería una adicción, una necesidad o simplemente un
rasgo de nerviosismo, no lo sé. Aunque pude entender que quizás esto también
podría deberse a los embates climatológicos de esta parte del mundo. Era como
respirar aire de congelador mezclado con aromas a humo de cigarrillos y
perfumes baratos. En el despacho exterior, donde habían unas diez personas más,
reinaba el silencio sabatino, roto solo por la trabajosa respiración de
Rakolski y por el murmullo de una radio olvidada por alguien en otras de
las oficinas contiguas, y en la que, curiosamente, sonaba la música del Maurice
Ravel y que contrastaba, totalmente, con el panorama gris de aquel lugar. Sin
embargo, Rakolski intentó recordarme que me concentrase en las fotos para dar
mi opinión, la cual era, según él, muy necesaria. Caras de recién nacidos,
caras de bebés descontrolados, caras de niños que comenzaban a andar. Las
barajó y volvió a ordenar, como si fueran piezas de un rompecabezas. Las
escrutó, cuidadosamente, con sus ojos cansados por el consumo matutino del
alcohol, fijándose bien en los fondos, intentando hallar pistas de lo todo lo
posiblemente hallable. De pronto sacó otro fajo de fotografías y, quizás
por accidente, se desprendieron algunas muy impactantes donde yacían cadáveres
producto de crímenes o accidentes trágicos y muertes naturales. De pronto
Rakolski esbozó una inesperada pregunta:
¿Pericles es usted creyente o algo por el estilo?
Ante la sorpresiva pregunta solamente atiné a responder
que no. Sin embargo, no entendí la razón de aquella pregunta algo que Rakolski
también pudo darse cuenta de inmediato. De pronto, soltó una pregunta con
claros signos de entusiasmo:
¿Le molestaría si le visito esta tarde a su apartamento y
charlamos más sobre su trabajo y de paso sobre la señorita Blue?
Pues era mi jefe ¿qué podía decirle? Argumenté que no
debería molestarse en hacerlo a lo que Rakolski insistió con mucha terquedad:
No será una molestia Pericles. Tómelo como un cumplido de
bienvenida. Estoy seguro que necesitará de mis consejos para que su estadía
aquí sea una experiencia inolvidable. Le aseguro que esta ciudad le marcará
para siempre.
Después de todo sería mi jefe y yo estaba deseoso de
tener noticias de Magdalena Blue, no tenía nada que perder. En consecuencia,
acepté su propuesta y nos despedimos hasta bien entrada la tarde. Minutos
después y aún con el fajo de fotografías ahora en mi viejo maletín me
dispuse a salir del despacho con una sensación de extrañeza y mal sabor de
boca. En la oficina, la guapa muchacha de la recepción me había dado un mapa de
la ciudad con lugares interesantes para visitar. Sin embargo, no estaba por la
labor de hacer turismo así que le propuse si podríamos quedar en algún momento
para tomar un café o una copa. Ella aceptó en voz baja y con la típica sonrisa
cómplice de aquellas que te auguran una próxima aventura carnal. Finalmente,
era mi deseo pasarla bien incluso sumido en la pena de no tener a Magdalena a
mi lado. La joven se presentó con el nombre de Ola y me deseó un buen día en
esta ciudad. Hoy no era el día para compartir quehaceres carnales con
aquella joven, pensé. De pronto, me vino una sensación de que quizás no era
este el lugar indicado para vivir. Una duda existencial de las que suelen
dejar atónito me invadió por unos escasos segundos. Quizás Magdalena no
merecía el sacrificio personal de mudarme a su país para estar más cerca de
ella y hacer así real nuestro idilio. No estaba seguro de nada ni de nadie.
Solo quería ir al centro de la ciudad a tomarme unas copas que no fueran vodka
y perderme entre la multitud lúgubre de aquel lugar. Varias horas más tarde me
percaté que debería volver al apartamento para mi encuentro con Rakolski. Pese
a que el día avanzaba muy lento por aquí, a las 5:30 de la tarde ya llevaba
mucho dinero perdido en copas y un par de mujeres que, gracias a la ayuda
importante de Dymitro quien se ofreció a ayudarme en casos de emergencia, pude
encontrar una gran variedad de placeres banales en esta ciudad. Me despedí de
los cariños remunerados de la pelirroja Ewelina y, así también, de las botellas
vacías de whisky ruso que nos habían servido como compañía. Sin duda, aspectos
rescatables de mi corto periplo por estas tierras sin olvidar a la
calefacción nueva del apartamento donde residía. Al cabo de unos minutos
Dymitro, tal como se lo había pedido unas horas antes, pasó a recogerme del
cabaret Erotique en pleno centro de la ciudad y me llevó a casa para alistarme
para el encuentro con Rakolski. Al llegar a casa luego de otros cuarenta
interminables minutos que esta vez, gracias a mi estado etílico, se resumieron
en cinco. Dymitro me ayudó a bajar de aquel Trabant del año 73. Me abrigó con
una oscura manta y me subió casi en brazos hasta el piso número doce. Una vez
allí me dejó otra barra de pan en la mesa junto a otra botella de vodka. Al
cerrar la puerta solo atinó a decir:
Buenas tardes señor Pericles. Fue un placer servirle.
Luego de esa extraña frase sonrío maquiavélicamente y se
fue. Yo no entendía aún porque la gente de por aquí era tan rara. Sin embargo,
aún estaba embriagado por los placenteros servicios de la pelirroja Ewelina y
no era momento de quejas. Además, Dymitro era inofensivo y ya había sobrepasado
todo límite de rarezas en mi vida por lo que hoy no sería la excepción. Entré a
la ducha para perder, a través del agua, los efectos evidentes del alcohol.
Opté por ducharme con agua fría para así despertar un poco de mi etílica
lentitud.
Luego de un gélida sesión de aseo me quedé frente al
espejo durante unos minutos contemplando mi rostro ahora pálido también. Parece
que uno adquiere aquí la palidez hasta por el agua, supuse. Me cambié
rápidamente para intentar estar listo antes de que llegue Rakolski. Encendí la
radio para no verme sumido en el frío aburrimiento y, para mi sorpresa, sonaba
en la radio una de las melodías más tristes de Maurice Ravel y lo cual me
invitaba aún más al misterio. Sin duda, era la melodía perfecta para tan
lúgubre y bizarro momento como el que estaba viviendo. Al cabo de los pocos
minutos sonó la puerta de casa, era Rakolski. Entendí que era él gracias a su
trabajosa respiración típica de un robusto alcohólico. Encendí un cigarrillo
para coger orgullo y le abrí la puerta. Ahí estaba Rakolski frente a mi con una
botella de vodka y un ramo de flores. Seguía sin entender nada a lo que él
preguntó:
¿Sorprendido Pericles? Invíteme a pasar y le
explicaré, sentenció.
Le dije adelante señor Rakolski a lo que insistió que le
llamara Lukaz.
Tenemos mucho en común y eso debería darnos algo de
confianza. ¿No lo cree usted Pericles?
Me pregunté: ¿confianza? Pero de que confianza estaba
hablando este individuo si recién acababa de conocerle esta mañana. Mi
cigarrillo se consumía más rápido que de costumbre por lo que decidí encender
otro velozmente. Rakolski me miró fijamente y me dijo:
Pericles no se sorprenda por lo que diré a continuación.
Yo no fumo pero le permito que usted lo haga. Es su casa y las leyes son
estrictamente suyas. Yo le respeto Pericles. Por eso no entiendo por qué usted
no me respeta.
Ahora si no entendía absolutamente nada y le incriminé:
Basta ya Rakolski. Basta de frases raras y sin sentido.
Yo a usted no le conozco y no tengo ni idea de lo que está hablando.
Rakolski sonrío con ironía y sentenció:
¿Basta? Ok Pericles. Yo respeto que fume dentro de su
casa. Le traigo vodka y un ramo de flores y encima me levanta la voz. Pues
bien, abreviaré la razón de mi visita. Tal como recordara le hablé de respeto
desde un inicio y le daré una lección de ello. Que usted pueda fumar frente a
mi y beber mi vodka no significa que pueda follarse a mi mujer. ¿Le parece
respetuoso eso? Tal parece usted ha caído en la trampa digna de todo hombre
imbécil y ebrio de su narcisismo. ¿Acaso creyó que su estúpida sonrisa
mediterránea le libraría de su castigo?
Dios mío, repliqué. Ahora si me vi en estado de shock sin
entender absolutamente nada de nada. Este hombre pasó de ser un individuo raro
para convertirse en una amenaza a mi integridad. Le respondí:
Rakolski, sinceramente no entiendo por qué me dice todo
esto. Ahora realmente me está preocupando. Dígame por favor qué está sucediendo
y prometo no ser violento.
¿Violento usted? Oh Pericles mío, sentenció Rakolski.
Cogió uno de mis Marlboros. Me miró con una desolación sorpresiva de las que
asustan significativamente. Sacó un mechero de su bolsillo y me insistió que se
lo encendiera. Ante esto acepté y se lo encendí sin pensarlo dos veces. Él me
agradeció con la mirada y me dijo:
No se asuste Pericles. Sabemos muy bien que Magdalena
Blue es la razón de su estadía en estas frías tierras del Este. Está usted solo
Pericles y no tiene escapatoria. Este vodka representa la embriaguez que usted
y ella vivieron juntos. Este ramo de flores representa la gratitud que ella le
debía por tan placenteros momentos que ustedes compartieron. El cigarrillo que
usted me acaba de convidar representa ahora la conexión que usted y yo
compartimos. Sí Pericles, este hombre que usted ve con sus ojos es el marido de
Magdalena Blue. La mujer de dorada cabellera y ojos azules color cielo es mi
mujer y para suerte suya, más que la mía, ella está muerta desde hace tres
días.
Me quedé atónito ante sus palabras. ¿Su mujer y muerta?
Esa trágica noticia me dejó sin palabras. ¿Cómo que Magdalena Blue estaba
muerta? ¿Cómo que este individuo era su marido? ¿Cómo había llegado yo hasta
este punto sin darme cuenta de nada? Dios mío, repetí una y mil veces más pese
a ser agnóstico. Mientras empezaba a sentir escalofríos y comenzaban a caer por
mi rostro gotas frías de sudor, la preocupación y la desesperación creció de
forma alarmante. Y Rakolski replicó:
¿Ahora entiende por qué le pregunté si usted era
creyente? Pese a que suplique ante algún tipo de dios nadie podrá librarle de
su merecido castigo Pericles.
En ese momento Rakolski se levantó de la silla y se
dirigió hacia donde se encontraba la radio. Alzó el volumen del mismo y
empezó a sonar un estruendoso ritmo de Chopin. Aquella melodía tétrica
del enigmático Frederic ejemplificaba, de forma perfecta, lo que estaba por
venir. De pronto, sonaron truenos fuera del edificio y comenzó una fuerte tormenta
que retumbó los cimientos del recinto. Las gotas congeladas chocaban contra las
ventanas. Rakolski cogió el ramo de flores y sacó desde dentro una mágnum
plateada del calibre veintidós. Me miró, fijamente, con aquellos ojos grises
como su perturbada alma y sentenció:
Ha llegado el fin Pericles. Le envidio porque usted si
podrá, a diferencia mía, reunirse dentro de poco con nuestra amada Magdalena
Blue. Un placer que usted gozará eternamente aunque, por lástima, tenga que ser
en el infierno. A propósito, ella tampoco nunca pudo llamarme Lukaz.
¡Bang, bang, bang y dos veces más bang! El estruendoso
sonido de la muerte acaparó el eco de la habitación. El poderío de aquella
mágnum atravesó mis órganos de forma impecable. Pude sentir como se destruían
los tejidos de mi cuerpo y el ardor asfixiante que producía la mezcla de mi
sangre con la pólvora. En ese escaso segundo cuando te despides de la
vida, arrancada vilmente por ajenos, y ves llegar, desde lejos, la luminosa luz
de la muerte, no tienes tiempo para pensar en qué está pasando realmente. Vi la
sonrisa de mi madre mientras le suplicaba clemencia ante el castigo cuando era
un desalmado niño. Escuché los gemidos dulces de la muchacha que me inició en
los quehaceres sexuales del amor adolescente. Respiré el aroma al mar
mediterráneo mientras nos embriagábamos todos sin sentido. Reviví el sabor de
los labios suaves con olor aroma a campo y tabaco del último beso que Magdalena
Blue me regaló. La piel tersa de sus manos con las que acaparaba sutilmente mi
rostro. Me vi echado junto a su cuerpo desnudo y húmedo por el calor del
verano. De pronto, todo se oscureció y mil serpientes me rodearon atándome de
pies y manos. Una luz intensa en el horizonte se iba haciendo cada vez
más grande al compás de mi inminente extinción. Comprendí que era el fin y le
sonríe a la muerte.
Cuando estás muerto te
sientes aislado. La tranquilidad es absoluta y, quizá por primera vez desde que
tus glándulas entraron en funcionamiento, tienes tiempo para pararte a pensar
sin interrupciones. Así que piensas en lo que hiciste y en lo que dejaste de
hacer, y en la gente que entró y salió de tu vida. Te regocijas de haber
conocido a unos y lamentas haber conocido a otros. Ahora mi cuerpo era parte de
un objeto ajeno a la vida. Yaciendo allí, lamentaba haber conocido a Magdalena
Blue. De no ser por ella, probablemente no me hubieran matado a tiros a
la edad de treinta y un años, en la flor de mi vida. Por otra parte,
puede que sí, ya que Magdalena no era la única mujer con la que yo estaba manteniendo
una relación amorosa durante ese tiempo. Sin embargo, era mi favorita y mis más
profundos deseos así lo concebían. Así conocí a la hermosa Magdalena Blue,
bailando juntos al ritmo del swing en la profundidad de los suburbios
berlineses. Si no me hubieran liquidado aquella noche de enero en aquel
lúgubre apartamento de Gorzchinski quizás habría sido a la noche
siguiente en algún descampado bajo la infinita manta de nieve, o al mes
siguiente, o al próximo año en cualquier otra parte del mundo, mi condena
quizás era la muerte. Magdalena Blue no quería solamente mi amor ni el de
nadie. Ella deseaba todo e incluso hasta mi propia muerte y de eso ahora estaba
totalmente convencido. No sé cómo nunca pude darme cuenta que Rakolski era el
marido de Magdalena. Un magnate frío y despiadado que iba disfrazado bajo el
papel de un jefe armonioso en una agencia periodística de noticias
criminales. Aquel sábado de mi muerte no se marchó a Moscú en viaje de negocios
como estaba previsto. Quizás sería porque la intensidad que, por ese entonces,
ya iban tomando los estragos producto de la Guerra Fría, le impedía seguir con
sus roles como funcionario del proletariado. Puede que perdiera el vuelo
después de tirar el cadáver exquisito de Magdalena al río. Puede simplemente
que desearía liquidar al otro miembro de sus pesadillas, yo. Solamente él lo
sabrá en su conciencia mientras en estos momentos Dymitro le lleva a casa para
que descanse luego de una larga jornada criminal. Rakolski simplemente cogió su
mágnum del calibre veintidós y decidió pegarme cinco tiros. Tres en la cabeza,
uno en los testículos y otro en el corazón. Quizás relacionó mi mente, mi
virilidad y mis sentimientos a la hora de elegir hacia donde tendrían que ir
dirigidos sus disparos. Estaba convencido de que Rakolski lo tenía todo
fríamente calculado. Ni siquiera estoy seguro de que, al apretar el
gatillo, estuviese totalmente satisfecho con su accionar. Él buscaba matar a un
hombre que fornicó con su mujer reiteradas veces. Su complejo de inferioridad ante
mi le obligaba a liquidarme. No era un castigo por el amor. Era un castigo por
el honor. No mataba a un tal Pericles que voló muchos kilómetros para
encontrarse con su amante con el pretexto del reto laboral. Él solo sabía que
yo era un tipo de anchos hombros, pelo ensortijado y resplandeciente dentadura.
Él apagaba una vida y sabía que Magdalena Blue me amaba. Rakolski cargó con mi
cuerpo ayudado por Dymitro y juntos me llevaron envuelto en unas ensangrentadas
sábanas rumbo al coche. Mi cuerpo, como el de todos los muertos, pesaba
el doble de lo normal lo cual les dificultó la macabra labor de deshacerse de
mi. Abrieron el maletero del Trabant del año 73 y tiraron mi cuerpo pálido
dentro. Grande fue mi sorpresa cuando dentro de aquel maletero había otro
cuerpo pero ya en proceso de descomposición. Era mi Magdalena Blue, que aún
mantenía los ojos abiertos pese a los seis disparos que le habían propinado en
la cabeza. Dymitro cerró con suma fuerza el maletero. Luego le encendió un
cigarrillo a su jefe Rakolski y ambos empezaron a empujar el coche hacia el
río. El coche se fue hundiendo lentamente conmigo y con el cuerpo de
Magdalena Blue dentro, bajo la atenta mirada de ambos sujetos. La lluvia fría
del invierno de estas tierras del Este provocaban un sonido ensordecedor que, a
la vez, cumplían de marcha fúnebre para Magdalena y yo. Ahora descanso bajo las
gélidas aguas del río Szchilowski y me empiezo a descomponer poco a poco como
ella. Sí, he muerto por amor o es que el amor terminó matándonos a los dos. Si
de algo estoy seguro es que nunca volveré a vivir aquellos hermosos momentos
con Magdalena Blue. Aunque finalmente pude cumplir el sueño de morir por una
razón y junto a esos ojos azules que supieron cómo encandilarme desde aquel
verano berlinés. Ella y yo moriremos al mismo tiempo, por siempre.
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